domingo, 16 de octubre de 2011

EL GRITO EN LA BATALLA

Aulus escuchó un grito y recuperó la consciencia. Abrió los ojos y se levantó del suelo cubierto de barro. Llevaba un buen rato inconsciente y no recordaba cómo había llegado a ese estado. Su entrenamiento militar le llevó de inmediato a buscar su espada. Tanteó  de rodillas y casi a ciegas el suelo cubierto de sangre y polvo. Notó que tenía un corte en la mano izquierda aunque apenas le dolía. Encontró su espada, su gladius, rota en dos partes. Desde la empuñadura apenas sobresalía un palmo de metal, destrozado, pero útil. Aulus había tardado mucho en encontrar su espada y aún así no había sido atacado. Apenas se oían gritos ni sonidos de batalla. La espesa niebla cubría el campo y apenas permitía ver. Aulus recuperó la verticalidad y en ese momento llegó a sus oídos un grito atronador, un aullido de dolor. El joven legionario creyó reconocer el grito, pero estaba tan próximo a él que su primer paso fue empuñar su improvisada arma y girarse en busca de la procedencia de la sonora queja. 

Aulus miró en derredor y no vio nada. Comenzó a caminar y observó en el suelo los cadáveres destrozados de compañeros romanos y enemigos de otra tierra. Recordó las palabras de su centurión “Puede que hoy conozcas el Averno, pero no te preocupes, tendrás suficiente compañía”. El centurión había sonreído, pero a su subalterno sus palabras no le tranquilizaron en demasía. De uno de los cadáveres recuperó una espada en mejores condiciones que la suya y comenzó a avanzar esquivando los restos humanos y guiándose por los tenues sonidos de batalla. Aquella maldita niebla no le dejaba ver y de pronto, aquel aullido, igual que el anterior solo que mucho más cercano. Los nervios de Aulus iban en aumento, en consonancia con la angustia que le producía aquel sonido tan familiar. Aún así continuó moviéndose en dirección al origen del mismo. 

De pronto desde el suelo, una mano le agarro del tobillo y Aulus dio un salto de terror. Desde el barro los ojos del centurión le miraban apenas con una chispa de vida. Aún tendido y a las puertas de la muerte, el centurión sonreía y miraba a Aulus con una mezcla de furia guerrera y de alegría al saber que las palabras anteriormente dichas al oído de su legionario habían sido correctas. Aulus vio cerrar los ojos al caído y prosiguió su avance, los sonidos de lucha se hacían más intensos y a su vez la niebla más tenue. 

A unos veinte pasos de distancia los vio. Un legionario cubierto de barro luchaba contra un enemigo que combatía como un animal herido. El legionario se defendía como podía de aquel bárbaro al que la vida abandonaba con cada golpe y aún así se mantenía en pie. Aulus decidió correr en socorro de su compañero puesto que no había visto a nadie más con vida por allí. El bárbaro atacó al legionario y de un golpe le partió la espada y le hizo un corte en la mano  que la sujetaba. El soldado romano, derrotado y desarmado, se giró y emprendió la huida en dirección a Aulus. Éste se asombró al ver el rostro del legionario, su propio rostro. Observó sus ojos de terror, la sangre en su mano. Miró la herida de su propia mano, con la que sujetaba la espada robada de un muerto anónimo, una vez entera, ahora de nuevo rota en dos mitades. Observó su pecho y vio como manaba sangre del mismo. Miró al frente y se vio a sí mismo corriendo con el rostro desencajado. Vio a su enemigo lanzarse hacia delante. En un último momento el bárbaro apuñaló en la espalda a Aulus y su espada atravesó la cota de malla hundiéndose en el cuerpo del joven legionario. Aulus se vio caer de rodillas con el torso atravesado. Se vio gritar de dolor y pena, Aulus gritó, ambos gritaron y el grito resonó en la niebla atravesando el Averno con su sonido inconfundible.

A unos metros Aulus abrió los ojos y se levantó del suelo cubierto de barro.

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